Sabemos que el problema de la verdad dividía a los hombres de las generaciones anteriores a la nuestra en dos tendencias antagónicas: racionalismo y relativismo. Para nosotros, la vieja discordia está resuelta desde luego; no entendemos cómo puede hablarse de una vida humana sin verdad, ni de una verdad que para existir necesita desalojar la vida.
Para ser verdadero el pensamiento necesita coincidir con las cosas, con lo trascendente de mí; mas, al mismo tiempo, para que ese pensamiento exista, tengo yo que pensarlo, tengo que alojarlo en mi vida, hacerlo inmanente al ente biológico que soy yo.
La vida del hombre tiene una dimensión trascendente en que sale de si misma y participa de algo que no es ella, que está más allá de ella. El pensamiento, la voluntad, el sentimiento estético, la emoción religiosa… constituyen esta dimensión, son vida espiritual o cultura. Las secreciones, la locomoción, la digestión, por el contrario, son vida infra-espiritual, vida puramente biológica, sin ningún sentido y valor fuera del organismo. Llamaremos a estos fenómenos vitales vida espontánea.
Ortega subraya aquí la faceta que, a menudo, el culturalista procura borrar. En efecto, cuando se oye hablar de “cultura”, de vida espiritual, no parece sino que se trata de otra vida distinta e incomunicante con la pobre vida espontánea. Cualquiera diría que el pensamiento, el éxtasis religioso, el heroísmo moral pueden existir sin la humilde secreción pancreática, sin la circulación de la sangre y el sistema nervioso. Tal es el error del racionalismo en todas sus formas. Esa razón que no pretende no ser una función vital entre las demás, no existe; es una torpe abstracción y puramente ficticia.
No hay cultura sin vida, no hay espiritualidad sin vitalidad. Lo espiritual no es menos vida ni más vida que lo no espiritual. Lo que ocurre es que el fenómeno vital humano tiene dos caras: la biológica y la espiritual; y está sometido a dos poderes distintos, de modo que nuestras actividades deben ser regidas por una doble serie de imperativos:
- Cultural: verdad, bondad y belleza.
- Vital: sinceridad, impetuosidad y deleite.
Durante la edad moderna, iniciada en el Renacimiento y que llega hasta nuestros días, ha dominado el culturalismo. Esa unilateralidad trae consigo una grave consecuencia. Si nos preocupamos tan sólo de ajustar nuestras convicciones a lo que la razón declara como verdad, corremos el riesgo de creer que creemos. Con lo cual acontecerá que la cultura no se realiza en nosotros y queda como una superficie de ficción sobre la vida efectiva. Y este ha sido el fenómeno característico de la historia europea. Por un lado iban los principios, las frases; por otro, la realidad de la existencia, la vida de cada día y de cada hora. El oriental, habituado a no separar la cultura de la vida, ve en la conducta de Occidente una radical hipocresía.
Es necesario que en todo momento estemos en claro sobre si creemos lo que presumimos creer; si el ideal ético que oficialmente aceptamos interesa e incita las energías más profundas de nuestra personalidad. Con esta continua puesta al día de nuestra situación íntima habríamos ejecutado una selección de la cultura y habríamos eliminado aquellas formas que son incompatibles con la vida, que son utópicas y conducen a la hipocresía. Además, la cultura no habría ido quedando cada vez más distante de la vitalidad que la engendra. Lo que ha generado un descubrimiento: la cultura ha fallado. Lo que ha fallado ha sido su vitalidad.
La cultura sólo pervive mientras sigue recibiendo constante flujo vital de los sujetos; cuando tal transfusión se interrumpe, la cultura se seca. La cultura tiene una hora de nacimiento y una de anquilosamiento. En las épocas de reforma, como la nuestra, es preciso desconfiar de la cultura ya hecha y fomentar la cultura emergente, es decir, quedan en suspenso los imperativos culturales; y cobran inminencia los vitales. Contra cultura, lealtad, espontaneidad y vitalidad.